El peaje de la españolidad de nuestras empresas
Tribuna de Balbino Prieto, presidente de honor del Club de Exportadores e Inversores Españoles
Expansión
9 de diciembre de 2023
El nuevo Gobierno afronta un panorama económico marcado por la ralentización de las exportaciones. La demanda externa, que durante años ha funcionado como uno de los principales motores del producto interior bruto (PIB), empieza a renquear. Prueba de ello es que las exportaciones de mercancías han disminuido entre enero y septiembre un 4,7% en términos de volumen con respecto al mismo periodo del año anterior, y en términos de valor han repuntado apenas un 0,3%.
Nunca se ha ponderado suficientemente el esfuerzo que desde la crisis de 2008-2012 han realizado miles de empresarios para expandir su negocio más allá de nuestras fronteras y hacerse un hueco en los mercados internacionales. Lo cierto es que no hay otra alternativa. Por su elevado grado de desarrollo, España constituye un mercado maduro, con un potencial de crecimiento interno más bien limitado, de manera que la apertura al exterior se erige como la principal —casi única— vía de progreso económico.
En el interés de todos está contar con un sector exterior robusto y próspero, que genere la mayor cantidad posible de riqueza, empleo y bienestar. Por ello, la política económica debería estar orientada a fomentar la competitividad internacional de las empresas, máxime en un contexto de desaceleración de las exportaciones. Sin embargo, los pactos que han allanado la formación del nuevo Ejecutivo incluyen una serie de compromisos que apuntan en la dirección contraria.
Es preocupante que vaya a intensificarse la presión fiscal sobre las grandes empresas y que se prorroguen de forma indefinida los gravámenes extraordinarios sobre la banca y el sector energético. Es preocupante también que se endurezca la legislación laboral, que el salario mínimo interprofesional continúe al alza y que se acorte por ley la jornada laboral sin ajuste proporcional de los salarios. Y más preocupante aún es que los partidos políticos planteen estas medidas de espaldas a los empresarios, sin consultar su voz.
El nuevo Gobierno se ha comprometido también a elevar el gasto público en sanidad, educación, vivienda y otros ámbitos, aunque con una deuda pública equivalente al 110% del PIB es probable que la Comisión Europea exija un plan de recortes cuando el año que viene se reactiven las reglas fiscales tras el paréntesis de la pandemia.
Además, se ha acordado una quita de 15.000 millones de euros sobre la deuda que la Generalitat mantiene con el Estado, un compromiso que ha puesto en alerta a varias agencias de calificación crediticia por el desincentivo que supone al rigor fiscal de las comunidades autónomas.
En fin, las circunstancias políticas deparan unas perspectivas poco alentadoras para el sector exterior. Unas perspectivas que podrían empeorar si se consumara una rebaja de nuestra calificación crediticia, aunque tampoco es una buena señal que España permanezca estancada mientras otros países cercanos ven mejorado su rating. Portugal, por ejemplo, ha escalado recientemente dos peldaños en la calificación de Moody’s (de Baa2 a A3), de tal manera que ha adelantado por primera vez a España (Baa1). Ello significa un coste de financiación menor para el Estado portugués y para sus empresas frente a sus homólogos españoles.
Nos encontramos en un escenario económico que guarda ciertos paralelismos con el periodo 2011-2012. En aquel tiempo, con la prima de riesgo disparada, declaré en una entrevista que las empresas pagaban un alto peaje por su españolidad. Pues bien, esa frase se mantiene vigente hoy en día, no a causa de la prima de riesgo —afortunadamente bajo control—, sino por el clima de negocios cada vez menos competitivo que impera en nuestro país. Tal es la situación que ciertas compañías están paralizando inversiones o estudian alternativas dentro de la Unión Europea para proseguir su actividad en condiciones más favorables.
La postura del Gobierno resulta contraproducente. Los responsables del área económica deberían abandonar los prejuicios ideológicos y tender puentes con los empresarios, porque no son —como decía Churchill— “ni el tigre al que abatir ni la vaca a la que ordeñar, sino el caballo que tira del carro”. En un mundo cada vez más competitivo, las empresas necesitan de la colaboración pública para tener éxito en los mercados internacionales, y de ello depende que sigan generando riqueza, creando puestos de trabajo y contribuyendo con sus impuestos a financiar la sanidad, la educación y las pensiones. Los partidos políticos que se presentan como guardianes del estado del bienestar, los autodenominados progresistas, han de entender que la base del progreso económico es la actividad empresarial, y cuanto más dinámica sea, mayores prestaciones sociales podremos permitirnos.