El “escándalo” de las comisiones en el comercio internacional

Por Rafael Ruiz-Villar, coordinador del Comité de Reflexión del Club de Exportadores e Inversores

Descargar el artículo en PDF

rafael-ruiz-villar-byn

Este artículo pertenece al nº26 de la revista electrónica: “Proyección exterior de la economía española”. Haz clic aquí para leer la revista electrónica completa.  

El autor comenta la mala imagen con la que con frecuencia se habla de las comisiones en el comercio internacional. Las comisiones remuneran unas actividades que realizan los “traders” o empresas especializadas en el comercio exterior, actividades que tienen una gran importancia y se basan en los largos años de experiencia, éxitos y fracasos de su trayectoria personal/empresarial. 

Desde hace ya demasiados años y no sé si lustros, se viene oyendo en los medios de comunicación, tertulias y, en general, en la opinión pública y publicada, la “sinvergonzonería” que supone el cobro de comisiones. Y ello, sin entrar a matizar acerca de la posible legitimidad, interés y, en múltiples ocasiones, absoluta necesidad, de que se pague por servicios realmente prestados.

Nadie se escandaliza por el hecho de que un guía turístico, conocedor de la ciudad, nos cobre por enseñarnos los encantos que nosotros no conocemos y nos ahorre muchas horas de lectura para informarnos de lo que vamos a ver.

Tampoco nos extraña que, con el fin de agilizar gestiones administrativas, una gestoría cobre por servicios que bien podríamos realizar nosotros mismos, eso sí con una enorme pérdida de tiempo y consiguientemente de dinero.

Ejemplos similares hay a miles, pero por la misma razón, tampoco debería de extrañarnos que personas conocedoras de un país, sus fabricantes, sus procesos comerciales internos, la logística necesaria para comercializar con ese país y los trámites administrativos y legales que posibilitan ese comercio, cobren por prestar esos servicios tan útiles, necesarios y, casi siempre, vitales para no perder tiempo, dinero y, casi siempre, disgustos y pérdidas irreparables.

La reflexión nos lleva, en general, hacia los siempre vilipendiados y mal vistos “intermediarios” (“traders” en leguaje internacional) que, basándose en su conocimiento de aspectos fundamentales del mercado, realizan una actividad comercial, poniendo en contacto a los distintos eslabones de las cadenas de valor. Desde que inicié mis estudios universitarios, siempre he oído hablar mal de esta figura que, incluso, cuenta con una canción referida a los agricultores canarios y en la que se denigra a los intermediarios del “negocio frutero”.

Y el problema no estriba en la existencia de esa figura que intermedia, sino en la incapacidad que los fabricantes y, en general, los productores tienen para acceder, por ellos mismos, a los consumidores o usuarios finales. Se denosta al intermediario, poseedor de un conocimiento relevante que cuesta años, esfuerzo y bastante dinero en conseguir, para ocultar las carencias, desconocimiento e incapacidad de acceder directamente al cliente que interesa.

Y no debe ser tan fácil llegar a ese cliente, cuando los productores/fabricantes no consiguen por ellos mismos alcanzarle y terminan por caer en manos de los “terribles” intermediarios. Obviamente, se oculta que esa actividad que realiza el intermediario exige haber invertido muchas horas y dinero en conocer a fondo el valor añadido que se puede aportar con su intervención, al igual que el guía turístico ha tenido que emplear parte de su vida en consolidar los conocimientos por los que va a cobrar, posteriormente, a sus clientes que bien podrían por ellos mismos haber averiguado las bondades de la ciudad que se va a visitar.

Viene esta reflexión a cuenta de las insinuaciones que, repetidamente, se oyen en relación con la gente que cobra comisiones por realizar un trabajo basado en su experiencia y conocimientos, cimentados en años de trabajo y esfuerzo. Claro que cobran, como lo hacen todos aquellos que poseen conocimientos y el talento para poner en valor múltiples actividades en el mundo actual. Y cobran más cuanto más complejos, difíciles y necesarios son esos activos que atesoran. Nadie discute lo que nos cobra un médico, un abogado o un técnico que nos repara la lavadora, porque asumimos que el conocimiento que despliegan en su actividad tiene un fundamento para que les paguemos por sus servicios. Y nadie se queja (salvo abusos manifiestos), de que sus servicios sean remunerados. Viene a la memoria la manida historia del mecánico que arregla en un minuto y con un simple destornillador la avería de nuestro vehículo y que cuando pretende cobrarnos por ese trabajo una significativa cantidad y ante nuestras protestas, nos explica que él cobra, no por lo que hace sino por saber qué es lo que hay que hacer.

No debe, por tanto, extrañarnos que una persona o sociedad cobre por prestar unos servicios en el ámbito internacional gracias a su conocimiento, habitualmente conseguido en muchos años de actividad profesional. Por ello, asombra que nos escandalicemos cuando alguien que conoce el mundo sanitario, sus flujos comerciales, el origen y funcionamiento de sus productos y que, obviamente, tiene consolidados contactos con los proveedores y fabricantes, cobre por aportar ese conocimiento a la compra, por ejemplo, de mascarillas.

La permanente frase “en el peor momento de la pandemia” que los políticos se tiran a la cara continuamente, no hace más que poner aún más en valor, ese conocimiento que fue tan necesario en unas circunstancias de carestía de productos, fábricas colapsadas y tráfico mercantil deteriorado y tensionado.

Otra cosa muy diferente es la intervención de personas/empresas, sin recorrido ni experiencia previa, sin solvencia económica y financiera y que, sin “rubor” alguno, utilizaron sus contactos ante los organismos compradores para ganar dinero, sin poder demostrar el conocimiento necesario para su intervención, más allá del posible lucro.

De facto, nunca se entendió por los expertos cómo se centralizaron todas las atribuciones, durante la pandemia, en un Ministerio que hacía años que no compraba nada en ningún lugar, ya que era esa una actividad transferida hacía años a las Comunidades Autónomas. A partir de ahí la llamada cobergananza fue un “sálvese quien pueda”, ante la imposibilidad manifiesta de que, quien no estaba en los mercados internacionales desde hacía mucho tiempo, pudiera hacer frente a una situación de emergencia tan extrema.

La aparición de “listillos” y de oportunistas que contaban con “tengo un primo casado con una oriental que conoce mucho de esto”, seguramente ha dado pie a más de un fiasco o timo, cuando no a un enriquecimiento ilícito. Esta actitud tan española de tener siempre a un “cuñado” o similar que sabe mucho de algo, es lo que hace que en los inicios de la actividad internacional sea tan necesario actuar con criterios de profesionalidad y siguiendo un plan que nos evite gastos improcedentes, chascos y situaciones adversas.

Qué duda cabe que, para acceder a un país, tanto en su vertiente de proveedor como de potencial cliente, una empresa/institución puede no contar con nadie y con sus propios medios adquirir la experiencia y conocimientos necesarios para llevar a cabo sus fines. Pero eso, llevará dedicación, personal cualificado y recursos no escasos para entablar esa aventura. Es por esa razón por la que en los mercados internacionales la figura del agente especializado en nuestra actividad y/o en ese país es de gran utilidad, en la medida que nos ahorra los dos recursos más escasos: tiempo y dinero. Asegurarnos de que ese agente cuenta con los recursos, conocimientos y experiencia necesarios deberá ser, en todo momento, nuestra principal preocupación. Y por supuesto que cobrará comisiones por su trabajo, habitualmente vinculadas al éxito de su desenvolvimiento y a la materialización de nuestras expectativas. Nada malo hay en ello, sino todo lo contrario.

De hecho, hay países como Italia en que esa figura del intermediario internacional está amplia y profusamente reconocida, limitándose el fabricante a fabricar, que es su actividad más importante y donde mayor valor añadido aporta. Las actividades de venta en el exterior se delegan a compañías especializadas en los mercados internacionales, conocedoras de las fórmulas internacionales para garantizar los pagos y cobros, las posibilidades de financiación existentes, los transportes más idóneos, los trámites y requisitos exigibles en cada país y sector, así como las fórmulas de seguros que viabilicen y garanticen el buen fin de las operaciones.

Todas esas actividades que realizan los “traders” o empresas especializadas en el comercio exterior, tienen una gran importancia y se basan en los largos años de experiencia, éxitos y fracasos de su trayectoria personal/empresarial.

No debe escandalizarnos las comisiones que se pagan en legítima y buena lid a personas/empresas de consolidada trayectoria, sino la irrupción de oportunistas que, al calor de la necesidad venden fórmulas milagro, sin contar con la necesaria solvencia técnica, económica y financiera.

* Una versión reducida de este artículo se publicó en Voz Pópuli el 29 de abril, disponible en este enlace.

Artículo exclusivo para Club de Exportadores e Inversores Españoles.